¿El fin de la globalización?

17 diciembre 2022

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¿Se ha hecho dominante la marcha atrás de la globalización? Como todos los discursos que se ponen muy de moda, esta noción corre el riesgo de utilizarse para todo de forma algo perentoria, y llevarnos a abandonar las orillas del pensamiento racional para entrar en el terreno de los eslóganes políticos.

Así nació este concepto programático: un proyecto originado en los movimientos contra la globalización, que abogan por el desmantelamiento o la reconstrucción de una globalización cuestionada por sus efectos sobre las desigualdades, el medio ambiente, o la soberanía fiscal y monetaria de un país.

En un principio era sinónimo de radicalismo, pero desde 2016 ocupa un lugar central en el debate económico y político, y es un fenómeno que se ha extendido desde la pandemia de la COVID-19. El Brexit y la victoria de Donald Trump tenían en común que reflejaban una revuelta de la clase media contra las élites tradicionales, autoras y actoras de esta globalización, que habían aceptado una desindustrialización galopante. 

Es probable que estas convulsiones políticas fueran un punto de inflexión en la creciente aceptación de la idea de la marcha atrás de la globalización entre las élites. Resulta bastante lógico: si la globalización de los años 90, deseada e iniciada por EE. UU., ya no beneficia a este país, la situación cambia. En definitiva, hablar de fin de la globalización en Washington o Davos es lo mismo que plantear la cuestión de la pérdida de liderazgo estadounidense y el ascenso espectacular de China.

Así, viendo las repercusiones sociales de la globalización que sacuden nuestros sistemas políticos y cuestionan a los poderes fácticos, aparece la urgencia de replantear los términos de la ecuación. Lo que ahora está en juego es tanto el mantenimiento de un modelo industrial en los países occidentales como la supervivencia de la democracia liberal moderada, que se ha basado principalmente en el auge de la clase media durante más de un siglo y, especialmente, desde 1945. En última instancia, la constatación de la polarización política, la pérdida de influencia de los partidos tradicionales moderados y su trastorno por candidatos fácilmente etiquetados como “populistas” lleva a preguntarse sobre la relación entre la globalización, la distribución de la riqueza y el modelo político.

La COVID-19 fue, según Carmen Reinhart, “la última puntilla al ataúd de la globalización” (21 de mayo de 2020). Ahora es el momento de la autonomía estratégica ante una pandemia que ha revelado nuestras dependencias y vulnerabilidades. La globalización de las cadenas de producción y abastecimiento, antes alabadas por los grandes grupos internacionales, se ha convertido en una trampa; la reducción de la interdependencia global ha invadido por consiguiente las salas de los consejos de administración y ha dado lugar inmediatamente a eslóganes y fórmulas a modo de réplica (nearshoring, friendshoring1), con el riesgo de sustituir una dependencia por otra.

Sin embargo, la verdadera puntilla al ataúd ha sido el estallido de la guerra en Ucrania, que ha supuesto el fin de la idea de una globalización feliz o una paz mundial después de la Guerra Fría. El conflicto precipitó la aparición de fisuras tectónicas en el ámbito geopolítico y acentuó la sensación de urgencia en Europa para reducir su dependencia de Rusia en el ámbito energético, además de una mayor autonomía militar. La paradoja es que Europa tendrá que ir más lejos para comprar el gas a corto plazo mientras acelera su transición energética. Las cuestiones medioambientales (en parte, origen de los primeros movimientos contra la OMC, Organización Mundial del Comercio, en Seattle en 1999) están efectivamente en el centro de los debates: producir energía renovable en lugar de importar gas y reciclar en lugar de seguir importando productos desechables. Si bien es cierto, todos somos conscientes de que una dependencia expulsa a la otra y que la electrifi cación de nuestros diferentes suministros energéticos depende de otras materias primas que hay que importar.

En el fondo, este conflicto y las sanciones que lo acompañan parecen haber invertido prácticamente el orden de prioridades entre la política y la economía. Occidente llevaba tres décadas en un mundo en el que las relaciones diplomáticas (especialmente, con China) estaban determinadas por cuestiones económicas (firmar contratos, exportar y aprovechar el auge chino). 

La capacidad de producir y comerciar ahora está definida por el marco político y geopolítico, y en este punto, el tema se concreta considerablemente: ¿Dónde debemos producir mañana? ¿Con quién podemos comerciar? ¿Cómo puede integrarse el marco geopolítico a largo plazo en las decisiones sobre la ubicación de una fábrica o la elección de un socio? ¿Sigue siendo posible invertir en países emergentes a escala mundial como antes? ¿Son las interdependencias comerciales, industriales y tecnológicas demasiado fuertes para dar marcha atrás? ¿Los países occidentales también dependen del ahorro acumulado en Asia y Oriente Próximo?

Con los años, el eslogan parece haberse convertido en una constatación de la realidad, a veces demasiado rápida y caricaturesca para ser cierta: ya estamos en una fase de contracción de la interdependencia global, como demuestran la disminución del peso del comercio en el PIB mundial y la reubicación de la producción. Sin embargo, como ocurre con cualquier relato de aceptación fácil y generalizada, existe el riesgo de que se false la realidad. ¿Qué hay realmente detrás de este eslogan o de esta creciente preocupación de las élites? 

Este es el propósito del actual Global Outlook: intentar descifrar, desde varios ángulos, el porcentaje de realidad de una tendencia a la globalización que ciertamente no es tan irreversible como se creía, pero cuya reconfi guración no suponga quizás un retroceso. Creemos que los retos económicos, industriales y financieros son lo suficientemente importantes como para dedicarles las páginas siguientes.

 

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Global Outlook 31/10/2022 - Extracto del Editorial

17 diciembre 2022

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